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das Mystische 2.1

DIE STILLE VOR BACH

DIE STILLE VOR BACH

También así se cura uno, a base de imágenes, aprendiendo a mirar de otra manera, de una manera distinta, viendo la vida (la vida cinematográfica, en este caso) cronológicamente alterada, lo vital y la belleza en una nueva “estructura del andamiaje”, la continuidad de lo discontinuo viajando desnuda a través de la pantalla, en un excelente viaje, y con la ayuda inestimable de la música. Sí, también así se cura uno. Puede volver al cine (después de meses o tal vez años) y descubrir que los ojos pueden tener aún motivos para esperar cierta sorpresa. No hay que seguir, obligatoriamente, como se hace siempre (en las vidas que nos cuentan en el cine, en las almas que derivan y se enlazan), las reglas cotidianas de la trampa (ese curso autoritario del mercado), la trama de la vida cotidiana. La secuencia narrativa que parece ajustar nuestras vidas (la estructura lineal aristotélica –comenta Pere Portabella- formada por planteamiento, nudo y desenlace) queda aquí en entredicho, a la vista de todos, ignorada por inútil, nada fiable, innecesaria o falsa. Y las cosas se suceden en la historia como nunca se hacen cosas en el mundo (o más bien, quiero decir: como siempre se suceden nuestras cosas), como luego, en la noche, o aún más tarde, desmenuzados los hechos, se ocultan donde todo queda escrito, impreso: vagando en el baúl de la memoria. “Cuidar la vista”, aconsejaba terapéutico José Luis Pardo, a propósito de Die Stille vor Bach, El silencio antes de Bach, “porque al sanar la memoria esta película –añadía Pardo- resucita la imaginación individual: ser capaz de ver de otra manera es aprender a mirar lo no pre-visto, caer en la cuenta de que es posible comprender de otra manera lo que vemos y oímos, liberarse de las instantáneas que ocupan el lugar de la experiencia y la mantienen secuestrada; de manera que sale uno a la calle tras la sesión curado de algunas pandémicas enfermedades de la vista”. La película de Pere Portabella es, ante todo, un ejercicio sencillo de belleza y de inteligencia. No hay un origen preciso del mismo, un corazón cerrado o círculo que debamos aprehender para alcanzar el mensaje, un necesario final (la respuesta a la pregunta que nos hacen y que anhela impaciente la conciencia) que se brinde como extremo, terminal o desenlace. Lo visible va mostrando lo invisible, lo que no pertenece a la norma; porque, entre secuencia y secuencia, entre un plano y el siguiente, puede surgir cualquier cosa: un afinador ciego y la mirada curiosa de un perro; un camionero que habla (en un diálogo entrañable y sorprendente) y un compañero que escucha; la casa familiar de Bach en Leipzig; un mercado del siglo XIX; unos músicos que tocan en el metro con la fuerza motriz del violonchelo; un diálogo entre un hombre y un librero; un paseo fluvial por Dreden... Hasta llegar al encuadre blanco que es el fin de la pantalla, el último plano de la película. Y la música de Bach, devastadora; y también escuchamos a Mendelssohn. Hablando en términos cinematográficos, Joseph Torrell denomina a esta manera de relacionar el cambio de planos, en el cine de Pere Portabella, “la otra continuidad narrativa”; y afirma: “la progresión dramática ha sido substituida por una estructura en la que los criterios estéticos pesan más que los narrativos”. La sensación que se tiene al final de la película es la de haber transitado por un número infinito de universos. Y la voz que se escucha en la conciencia, sus variaciones y series, es un complejo coral tan múltiple y vital como la identidad personal de la que se forma parte. Así, en una visión caleidoscópica, no se abrevian ni resumen los signos emitidos, no se tiende a unificar lo complejo, no se agrupa arbitrariamente. Y por ello mismo, la historia de Pere Portabella subvierte los códigos previstos, la línea imperativa del relato. Portabella, ajeno a la contradicción (¿no serán las cosas, nos preguntamos a veces, precisamente al contrario?), construye con ello su más propio e íntimo lenguaje. Y, aunque estamos asistiendo a distintos momentos en la vida de determinados personajes parece más bien que, como decía Nietzsche, “no hay individuo, no hay especie, no hay identidad sino sólo alzas y bajadas de intensidad”. El silencio antes de Bach, en manos de Portabella, da paso, inevitablemente, a una forma inconfundible de lenguaje. Porque, como se preguntaba Pierre Klossowski a propósito de la identidad, de lo comunicable, del lenguaje, “¿de qué forma podemos hacer para saber lo que somos cuando nos callamos?”. Y añadía Klossowski: “No somos más que una sucesión de estados discontinuos por referencia al código de signos cotidianos, y sobre el cual la fijeza del lenguaje nos engaña: mientras dependamos de este código concebimos nuestra continuidad, aunque sólo vivimos como discontinuos: pero estos estados discontinuos no conciernen más que nuestra forma de usar o de no usar la fijeza del lenguaje: ser consciente es usar de ella”. No obstante, no es necesaria la profunda mirada de un cinéfilo (no es este el caso), con un minucioso bagaje teórico, para gozar de cien minutos de buen cine. La película es sencilla (insisto), la fotografía amable (azul para el sonido; blanco silencio; madera musical de un instrumento), intensa, y por ello se transforma en prodigiosa. Y, además, asistimos sorprendidos a un buen número de diálogos inteligentes. La charla entre los camioneros, de pronto, da vida a un poema inesperado, casi mágico, ambientado entre los ruidos cotidianos de una vulgar cafetería de carreteras y el lento transcurrir de los kilómetros. También el diálogo de Johann Sebastian con uno de sus hijos: “Si eres honesto, tu música lo será y estará llena de fuerza y de belleza”. Pero resulta imposible no hacer mención de la conversación que mantienen Feodor Atkine, el vendedor de pianos, con Jaume Melendres, un vendedor de libros antiguos. Si El silencio antes de Bach no escapa tampoco a cierta relación entre el cine y la política (en la alusión a una Europa llena de “espacios vacíos”, a una Europa unida –comenta Portabella- por el curso inalterable de los ríos), este aspecto encuentra su punto culminante en el citado diálogo. Aquí aparece la relación de la música con la historia reciente de Europa, el uso que hicieron de ella los nazis en las entrañas sangrientas del holocausto, el dolor insufrible y la locura que causaron en las enfermeras del hospital de mujeres de Auschwitz, la víspera de Navidad, los cantos navideños alemanes y polacos interpretados por los músicos del Lager a las órdenes del comandante Schwarzhuber. “La música hace daño”, comenta el librero al vendedor de pianos. Las enfermas gritaban: “¡Basta! ¡Fuera! ¡Queremos morir en paz!”. Y, mientras tanto, en la pantalla, sobrecogidos y atónitos, observamos cómo un piano cae del cielo, hasta chocar contra el mar, en el más absoluto silencio. Este es, sin duda, uno de los símbolos más poderosos de la película. Aunque es también aquí, en esta escena, donde el librero, citando a Cioran, acierta a describir la esencia milagrosa de la música, la fuerza evocadora de Johann Sebastian Bach, omnipresente a lo largo de toda la historia, inexplicable aún hoy, aquí entre nosotros, en pleno siglo XXI, imprescindible siempre: “Sin Bach –escribe Ciorán-, Dios quedaría disminuido. Sin Bach, Dios sería un tipo de tercer orden. Bach es la única cosa que te da la impresión de que el universo no es un fracaso. Todo en él es profundo, real, sin teatro. Después de Bach, Liszt resulta insoportable. Si existe un absoluto, es Bach. No se puede tener ese sentimiento con una obra literaria, hay textos, pero no son formidables. El sonido lo es todo. Bach da un sentido a la religión. Bach compromete la idea de la nada en el otro mundo. Cuando escuchamos su llamada, no todo es ilusión, pero Bach es el único que lo hace. Fue un hombre mediocre en su vida. Sin Bach, yo sería un nihilista absoluto”.

(A Manuel Haj-Saleh, cinéfilo, con mi agradecimiento y afecto).

1 comentario

pini -

tus palabras se van entrelazando perfectas.
da gusto leerte. (también así se cura uno(a))